Podemos discutir si la Humanidad está en crisis pero las Humanidades seguro que lo están. En la Universidad de Buenos Aires, por ejemplo, la matrícula de la Facultad de Filosofía y Letras cayó casi un 30% mientras crecieron aceleradamente las inscripciones en Exactas, Ingeniería y… Odontología. Esto se explica fácilmente por las expectativas laborales, más aún en un contexto de crisis económica. Pero las Humanidades nunca prometieron prosperidad, ni siquiera cuando estuvieron de moda. Se buscaba allí un saber, una manera de entender al mundo y a nosotros mismos que quizás hoy esos claustros ya no ofrecen. Entonces la Humanidad está en crisis
Recordemos que la «Humanidad» tal como la conocemos fue un invento de las «Humanidades», un conjunto de saberes renacentistas para entrenar a cortesanos, luego rebautizados pretenciosamente como «Ciencias humanísticas». Durante siglos, Europa exportó el concepto de Humanidad en forma de cristianismo, pantalones, derechos humanos y telégrafos a todo el mundo. Más tarde fueron las mismas Humanidades, ahora convertidas en departamentos universitarios, las que deconstruyeron el concepto de Humanidad, sin renunciar a su monopolio intelectual sobre las cuestiones humanas (el Ser, el Sentido, el Saber), demasiado abstractas para el científico y demasiado complicadas para el ciudadano. Mientras tanto la ciencia abarcaba cada vez más campos y con mayor complejidad, y los ciudadanos accedían cada vez a mayor educación e información. La necesidad de seguir sosteniendo, escuchando y respetando a críticos literarios, historiadores, antropólogos, teólogos y filósofos se fue haciendo cada vez menos evidente.
En 1956 Charles Snow publicó su artículo Las dos culturas, denunciando la creciente incomunicación entre la cultura científica y la cultura humanística. Diez años más tarde, la situación se había agravado al punto de que un grupo de académicos humanísticos publicó un volumen sobre el tema directamente titulado Crisis en las humanidades. Ya no se trataba de incomunicación, sino de las serias dudas de que las Humanidades tuvieran algo que comunicar. Cada vez más especializadas y concentradas en analizar a las palabras y no a las cosas, el primer reflejo de las Humanidades fue redoblar la apuesta y poner en duda los cimientos conceptuales de esa sociedad industrial y racional que amenazaba con ignorarlas. Cuando la sociedad industrial se topó con sus límites materiales (la crisis del crecimiento, el calentamiento global) y se volvió irracional, las Humanidades vieron en lo material a un aliado contra el sistema y fueron en busca de Lo Real. Viejos especialistas en filosofía francesa, la Escuela de Frankfurt o los cultural studies corrieron a abrazarse a los árboles y las piedras, a atragantarse con papers de física cuántica y biología molecular, mezclando estudios de etología con cosmologías amerindias. Había que pensar como una montaña, mirar como un jaguar, compostar con los bichos, habitar como un pájaro o vivir como una planta. Así, el último capítulo de las Humanidades parece ser una huida desesperada de la Humanidad; el anhelo final del humanista es ser un cactus o una abeja.
No quiero hacerme el desentendido: yo también soy uno de esos humanistas críticos del humanismo. Pero soy desconfiado y no quiero hacer el ridículo. Cuando una buena idea se transforma en una postura y luego en una hipérbole, mejor buscar un antígeno. Y a veces los yuyos curativos crecen al costado del camino.
Vivir afuera
Pablo Capanna vive en José C. Paz, a 40 kilómetros de la Ciudad de Buenos Aires, en una casa que construyó él mismo. Toda su trayectoria comparte esa marginalidad y autonomía propia de un artesano en un mundo de artistas e industriales. Egresado de la carrera de Filosofía en los años 60, dio clases en el colegio industrial de Ford Motor Argentina y en la Universidad Tecnológica Nacional, ambas en Gral. Pacheco, Partido de Tigre. Mi viejo, que nunca se recibió de ingeniero mecánico, recordaba sus clases. Mientras tanto leía libros de ciencia ficción. Una toma de la planta de Ford paralizó al colegio, y Capanna usó el tiempo libre–y la ansiedad sobre su futuro laboral–para escribir El sentido de la ciencia ficción. Según la leyenda, el primer libro en castellano sobre el género. Publicado en 1966 por la editorial Columba, fue reeditado (casi reescrito) dos veces.
Se puede comparar el caso de Capanna con el de Rafael Llopis. Los dos fueron pioneros en escribir sobre géneros periféricos (respectivamente, la ciencia ficción y el terror), siendo ellos mismos periféricos tanto académica como espacialmente (respectivamente, de Argentina y España). Los dos también estudiaron la obra de H.P. Lovecraft. Una diferencia entre ambos es su modus vivendi: mientras Llopis disfrutó de una vida burguesa gracias a su profesión de psiquiatra que heredó de familia, Capanna debió ganarse la vida y mantener a su familia dando clases y escribiendo artículos de divulgación en El péndulo, Página 12 y La Nación, además de ser miembro del comité editorial de la revista Criterio. Otra diferencia tiene que ver con sus horizontes intelectuales: Llopis hizo una historia de la literatura de terror, explicándola desde factores sociológicos; Capanna, en cambio, buscó una definición, un sentido de la ciencia ficción, siempre desde un marco filosófico, que se haría más presente en sus ensayos posteriores sobre Cordwainer Smith, J.G. Ballard y, sobre todo, Philip K. Dick, en donde las preocupaciones filosóficas devienen en teológicas.
En el prólogo de El señor de la tarde, su libro sobre Smith, Capanna agradece a tres «amigos que vinieron en mi ayuda: el padre Agustín Bergman y los ingenieros Humberto Rico y Basilio Dubkó». Esa doble pertenencia a las humanidades católicas y al mundo de la técnica, es la que signa y tensa toda la obra capanniana. Como dice Darío Sandrone: «Capanna es alguien que profana esos espacios. Primero lleva el saber filosófico a las ingenierías, ejerciendo una profanación interna; después, lleva el saber universitario a la población… Lo restituye al uso común. Es la restitución de este uso el propósito más importante que persigue quien pretende la "Integración Cultural" de los saberes filosóficos, científicos o tecnológicos».
En 2016 Capanna sistematizó esas inquietudes filosóficas desparramadas en una obra unitaria y compacta: Natura. Las derivas históricas, editado por la UNQ en 2016. Según Capanna, su mejor libro. Para mí, un antígeno necesario.
Cuatro metafísicas
Natura no es un libro sobre la naturaleza, sino sobre las «intuiciones recurrentes» que tuvo la humanidad para entender o negar su lugar en la naturaleza. Y las esquematiza en cuatro grandes matrices metafísicas, nombrando a cada una con un término griego que, para decir la verdad, no agilizan la lectura:
Physis es el naturalismo grecorromano, la naturaleza entendida como una sustancia creadora, un sistema eterno;
Ktisis es el creacionismo judeocristiano, una naturaleza histórica, creada, subordinada y sostenida por un Creador;
Anthropos es el humanismo de las sectas herméticas (neoplatónicos, masones) optimista en su capacidad de transformar al mundo;
Allogenes es el acosmismo gnóstico que niega al mundo físico como una mentira en la que el ser está atrapado.
Estas matrices no se suceden cronológicamente sino que derivan, colisionan y se solapan como placas tectónicas. Capanna aquí es deudor tanto de la historia de las civilizaciones (Spengler, Toynbee) como del pensamiento conservador que ve en toda filosofía moderna la secularización de una teología antigua (Löwith, Schmitt y, sobre todo, Voegelin). Natura relata las derivas con una enorme capacidad de síntesis, ritmo narrativo y gracia, alternando la erudición con la anécdota, el concepto con la imagen literaria. Esa cualidad le permite un cambio de registro casi imperceptible: comenzar su relato como una epopeya de la humanidad superando sus crisis y cerrarlo como un duelo trágico entre titanes metafísicos.
La historia comienza con el colapso del mundo clásico y la consiguiente derrota del naturalismo pagano ante el creacionismo cristiano. Sin embargo, el choque deviene en fusión cuando el cristianismo, incapaz de abarcar filosóficamente toda la herencia antigua, logra conciliar al Dios creador con la Naturaleza que estudiaban los griegos y los árabes.
Una segunda crisis se produjo en el siglo XIV: hambrunas, pestes, guerra de los cien años. La cristiandad se enfrentaba al Mal y debía explicarlo. La solución fue la idea de Progreso (anticipada en el siglo XII por Joaquín de Fiore) que ordena la historia en fases necesarias y absorbe a las catástrofes como parte del camino. Ya en el Renacimiento, la recuperación de los textos de Hermes Trimegisto permitió combinar la idea de Progreso con la autoafirmación del Hombre. Los textos herméticos eran falsos pero de esa tradición inventada saldrían el heliocentrismo, la orden de los Rosacruces, el «Colegio invisible» de Oxford (futura Royal Society), el pensamiento matemático, el alquimista Isaac Newton, la ciudad utópica, y la masonería que prohijó a Hegel. La iglesia antrópica del Progreso.
El hermetismo no fue el único heraldo de la modernidad: enfrente tenían a mecanicistas como Da Vinci, Galileo y Descartes que pensaron al mundo como una máquina y a Dios como un ingeniero. Capanna entiende al mecanicismo como una oportunidad perdida para la cosmovisión cristiana: «Puesto en su contexto histórico, el mecanicismo se nos aparece como una reacción en defensa de Ktisis: una opción por las causas eficientes y las cadenas causales antes que por la simpatía animista. El mecanicismo hubiera podido convenirles a los teólogos, porque permitía entender los milagros como las excepciones que podía hacer Dios a una regularidad cósmica que Él mismo había establecido. De haberlo entendido así, el Santo Oficio hubiese visto un aliado en Galileo y no habría incurrido en la torpeza de condenarlo». En ese cristianismo mecánico, el mundo podía ser un reloj si Dios era el relojero.
La revolución industrial, la termodinámica y el iluminismo terminaron de consolidar una visión mecánica del mundo que podía prescindir del Gran Relojero. Darwin puso el último clavo en el féretro de Dios. En la inhumación también se fueron la Naturaleza sabia y bondadosa y el Hombre como centro del mundo. Tanto ateísmo tuvo un precio. Para Capanna, el progreso moderno dejó lagunas que fueron aprovechadas por otras metafísicas: «La modernidad se construyó con el sello antrópico, que heredó del hermetismo, y alcanzó su máxima expresión en el ideario de la llustración. Al margen de esta, y nutriéndose de sus debilidades, el Romanticismo y la teosofía introdujeron una cuña alogénica que con el tiempo acentuaría la tensión entre ambas matrices».
Gigantomaquia
Al llegar al siglo XX, Natura se va tornando un drama de gigantes metafísicos que parecen usar a la humanidad como títeres. «El antisemitismo y el anticristianismo, que explícitamente se encarnaron en el nazismo y el stalinismo, se nos presentan de algún modo como las ofensivas de una guerra de religión en la cual Allogenes apuntaba a destronar a Anthropos y a deshacerse de Ktisis… El momento más agudo de este choque de cosmovisiones quizá haya sido el sitio de Stalingrado».
Al final de la guerra, la ganadora fue la tecnarquía. «Destronados el Dios relojero, la sabia Naturaleza y el Hombre deificado, el último ídolo llegó a ser la tecnología, que en lugar del progreso ofrece el cambio y la obsolescencia». Capanna estudia esa tecnarquía sobre tópicos muy conocidos: la muerte del Hombre, la aceleración de la historia, la contracción espacio temporal y la virtualización de la experiencia. Más interesante es cómo explica la convivencia de esa tecnarquía con un nuevo gnosticismo. En la crisis de la modernidad, tres metafísicas sucumben (el naturalismo, el creacionismo y el humanismo) y la tradición gnóstica se impone por una doble vía: la nihilista que va del surrealismo al posmodernismo, y la teosófica que va de Jung a la New Age, y de allí a Star wars y, quizás, el multiverso Marvel. «Los dos conviven en el marco de un relativismo que puede aceptar la diversidad politeista pero nunca el absoluto monoteísta. A la hora de enfrentar a Ktisis, no dudan en abandonar la tolerancia, que al fin y al cabo era una virtud antrópica».
Es el lamento de un humanista católico que ve cómo la muerte de sus viejos adversarios (el iluminismo, el positivismo, el marxismo) lo deja solo ante un verdadero enemigo: el gnosticismo posmoderno. Pero con más de 80 años y habiendo perdido dos hijos, Capanna no se desanima: «El triunfo de Allogenes es meramente circunstancial, aunque sería imprudente pronosticar el fin de su ciclo. ¿Hacia dónde nos llevará la próxima fluctuación histórica? Descartada Physis y eclipsado Anthropos, aún queda en pie la tan vapuleada Ktisis». Y cierra su libro proponiendo un teísmo aliado con la ciencia, incluso con «una epistemología agnóstica que fuera consecuente».
No me interesa tanto discutir esa propuesta como analizar el relato que traza Natura, incluso sus recursos narrativos. Ese drama entre metafísicas de nombres raros que se enfrentan, se alían y se acechan («para poder enfrentar con éxito a Allogenes, la modernidad naciente todavía necesitaría recurrir a la ayuda de Anthropos»; «Ktisis vacilaba, Anthropos comenzaba a contraerse y Allogenes asomaba en el horizonte»), es un recurso estilístico eficaz, alimentado quizás por las lecturas sci-fi de Capanna. Pero también es una elección intelectual. No olvidemos que Capanna explica a la ciencia ficción a partir de una necesidad humana de mitologías. Simplificar la historia humana como un juego de tronos entre Physis, Ktisis, Anthropos y Allogenes es una manera de explicitar que hoy también nos domina una mitología. Y allí quizás resida la desorientación de las Humanidades, que ya no saben a qué dios le rezan. Puede ser Gaia, puede ser la Pachamama. Yo creo que es Cthulhu.
Quememos la iglesia de Cthulhu
Lovecraft es una presencia latente en la obra de Capanna: nunca estuvo en el centro de su mirada pero siempre lo rondó su olor pegajoso. En sus años de estudiante, cursando un seminario sobre experiencia religiosa con Victor Massuh, Capanna presentó un trabajo final sobre Lovecraft que casi le vale un aplazo. Más adelante, en su libro sobre la ciencia ficción, destacó la obra de Lovecraft dentro de la pedestre literatura pulp norteamericana. Incluso en Natura lo menciona junto a Tolkien como autores secretamente influenciados por la teosofía, es decir, en la línea que llega hasta la New Age actual. La pertenencia de Tolkien a esa genealogía es indiscutible, pese a su catolicismo. La de Lovecraft, pese a su politeísmo, no tanto. Por una sencilla razón: no hay valores en Lovecraft, no hay bien ni mal, ni autosuperación posible. Faltan dos de los cuatro elementos del mito señalados por el mucho más claramente new age Joseph Campbell. La gran traición del círculo de Lovecraft, en especial de August Derleth, fue continuar los «mitos de Cthulhu» sobre un esquema maniqueísta totalmente ajeno a su maestro.
La actualidad de Lovecraft no reside en su teosofía sino en esa mirada alogénica que llevó a Fritz Leiber a considerarlo «el Copérnico del relato de horror. Desplazó el foco del temor sobrenatural del hombre y su pequeño mundo y sus dioses, a las estrellas y a los negros e insondables abismos del espacio intergaláctico». Esa mirada no humana es la que parecen estar buscando atolondradamente las Humanidades. Dante Sabatto resumió los usos de Lovecraft que hace el pensamiento actual: desde el aceleracionismo de Nick Land hasta el compost de Donna Haraway, pasando por el nuevo realismo de Graham Harman, y el pesimismo cósmico de Eugene Thacker, todo el antihumanismo actual hace fila frente al templo de Cthulhu para expurgar su antropocentrismo. Como un monje mendicante de rostro bonachón, el viejo Capanna viene a perturbar a esa congregación gnóstica recordándoles que aunque crean honrar a Gaia o a Turing, están alimentando el triunfo de Allogenes, que el pachamamismo que no asuma su marco intelectual inevitablemente humano es solo new age o nihilismo, que en definitiva cualquier pensamiento «posthumano» termina parándose en alguna de las tradiciones que sedimentaron dos mil años de debates y presupuestos humanos, demasiado humanos.
«Pero Capanna es un católico, es antropocéntrico, es eurocéntrico, no actualizó su bibliografía, no lo encuentro en la web del Conicet». Todo eso es cierto y no tiene ninguna importancia: las doscientas diez páginas de Natura son un friendly reminder de que no podemos pensar como una montaña, ni mirar como un jaguar, ni ser robots: en todo caso podemos trabajar sobre nuestro marco cognitivo y cultural humano para acercarlo a lo que creemos que son esas otras formas de ser. Si nos preocupa este planeta, esa realidad que está afuera del lenguaje, de nuestras representaciones, es sencillamente porque vivimos en él. Cualquier crisis es humana y cualquier solución posible también lo será. Una metafísica capaz de conciliar al humano, la técnica y la naturaleza puede ser un buen comienzo.
Lo felicito por este escrito. Realmente da en la médula de la cuestión. Valiente en un mundo de intelectuales cobardes que no sacan a la luz lo que verdaderamente sucede. Saludos cordiales. Guido Mizrahi