La generosidad de los billonarios
La noticia se extendió esta semana por todos lados: Jeff Bezos, la segunda persona más rica del planeta, anunció que planea donar la mayor parte de su fortuna a la lucha contra el cambio climático y a personas y entidades dedicadas a subsanar las divisiones sociales y políticas que hoy padece la humanidad. Medios informativos y redes sociales se dedicaron a repetir la noticia con el énfasis propio de un mundo donde la mayoría de la gente ha sido persuadida de que tener mucho dinero es admirable y que lo que hacen, dejan de hacer o “planean” hacer los que concentran la riqueza es noticia de la mayor importancia. Por razones obvias, esta misma semana recibió menos despliegue la noticia de que Amazon, la empresa que le ha dado a Bezos su fortuna, se ha dedicado a hacer despidos masivos para aumentar sus ganancias.
No se necesitan muchos dedos de frente para entender que la primera noticia tenía como objetivo atenuar los posibles daños que la segunda pudiera causarle a la empresa y a su dueño. Pensaba no prestarle mayor atención al asunto, pero una curiosa coincidencia me obligó a considerarlo de otro modo. Llevo ya varios meses leyendo las columnas de prensa que Gilbert K Chesterton escribió en The Illustrated London News y el mismo día que supe de los planes de Bezos me encontré con esta joya: “La filantropía, hasta donde me es posible entenderlo, se ha venido convirtiendo cada vez más en la señal distintiva del hombre malvado”.
Muchas veces me han preguntado por qué Chesterton no es un autor tan leído en nuestro tiempo. Se le cita, sí. Sus paradojas y despliegues de ingenio se repiten con frecuencia (a veces fuera de contexto), pero no se lee tanto como su mensaje profético y diáfano merecería. Entre las razones que encuentro para ese descuido está su posición frente a los ricos, su absoluta falta de reverencia frente a aquellos que lo único que tienen es dinero.
En su artículo del 29 de mayo de 1909, Chesterton cuestionaba la admiración con que el mundo recibía los gestos filantrópicos del magnate del petróleo, John D. Rockefeller. Para empezar, ponía en duda que el multimillonario fuera de verdad dueño de una fortuna que no podía gastarse ni aunque viviera mil quinientos años. “No se puede decir”, escribe Chesterton, “que Rockefeller haya regalado su fortuna a otras personas; solo se puede decir que se la ha dejado a otros. Para poder regalar uno primero necesita tener; y el multimillonario no posee de verdad sus miles de millones: no puede tocarlos, disfrutarlos, ni siquiera puede imaginarlos. Rockefeller decide que no va a absorber su propia fortuna con la misma abnegada generosidad con que puede decidir no beberse el mar o usar todo el calor del sol”.
Para Chesterton, fortunas de esas proporciones solo pueden ser obtenidas a través del fraude o la tiranía, y todo gesto filantrópico no es más que un intento de lavar la imagen del multimillonario. El hecho de que la prensa haga eco de sus gestos filantrópicos y los presente como dignos de admiración es una forma de la complicidad.
“Cuando un hombre muere rico porque de manera deliberada ha arruinado las vidas de incontables niños a quienes nunca ha visto, no me parece para nada admirable el hecho de que tome una manotada de dinero, tan inútil para él como guijarros, y se lo arroje a otros niños a los que tampoco ha visto nunca”.
El final del artículo está a la altura de las mejores alegorías de Chesterton y sigue tan vigente como cuando lo escribió, hace ciento trece años:
“Estos hongos gigantescos no son árboles, a pesar de que se elevan por encima de todos; carecen de raíces; y cuando se les arranca no queda nada en su lugar, salvo una mancha”.
Photo: Telegraph India.