«¿Idilio?» de José Gil Fortoul y la crítica al clericalismo venezolano
Análisis y comentarios sobre la novela del Dr. Gil Fortoul.
Con una mezcla de romanticismo —al cual no pertenecía, desde luego— y la frescura del criollismo, convertido en cantos al paisaje venezolano, Gil Fortoul abre su novela ¿Idilio? describiéndonos el pintoresco y tradicional pueblo andino de Baroa. Nadie diría en primer lugar que un entorno tan tradicional y atascado en el tiempo como lo eran los Andes venezolanos para el momento en que Gil Fortoul escribe la novela —cerca de 1887— sería el escenario perfecto para que el autor expusiera las savias de las que estaba nutrida una generación de liberales y positivistas que por primera vez pronunciaban de verdad ideas nuevas a un país atorado en años de luchas intestinas y demagogia política.
«¿Idilio?» con sus apenas 130 páginas de extensión cuenta con ser una novela por todos lados interesante, sumergirse en sus páginas significa adentrarse en una problemática nacional con sabor a aguamiel, aire fresco y donde uno puede imaginarse en aquellas milenarias casas de bahareque dentro de sus solares o corredores. Por alguna extraña razón esta obra de Gil Fortoul no ha trascendido como lo han hecho otras suyas como «Historia Constitucional de Venezuela», «Filosofía Constitucional», «El hombre y la Historia», etcétera.
Hablando desde el punto de vista literario, la novela es de redacción sencilla y entender su mensaje cuesta poco pero esto no es sinónimo de que podamos aburrirnos, por el contrario, hay momentos en los que Gil Fortoul llega a atraparnos queriendo saber más y más de lo que pasa. Evidentemente, para el análisis de interpretación que vengo a realizar, es importante que el lector esboce así sea ligeramente la novela. La obra está disponible para leer aquí.
Como se lee en el título del presente artículo, algo tiene que ver la novela con el clericalismo venezolano. Este fue el propósito de José Gil Fortoul con la novela, «denunciar» el «mal» que producía la intervención del clero en la educación, política y formas de desenvolverse del venezolano. Una carta enviada a su compadre Lisandro Alvarado lo comprueba:
Ignoro qué suerte va a tener Idilio? entre los lectores. Una de las circunstancias que más me ha animado a publicarlo es la necesidad en que estamos de contrariar en cuanto sea posible la influencia que va tomando el clericalismo. Si el gobierno continúa favoreciendo a los clérigos, desconociendo así el espíritu y la letra de nuestras leyes, la lucha va a ser ruda y larga1.
Hoy nos dedicaremos a escudriñar la historia detrás de ¿Idilio?, analizar su contexto histórico e interpretar el mensaje de la novela en base a las ideas del autor. Habiendo cumplido con hacer una introducción meritoria al tema y sin nada más que agregar, comencemos.
La trama
Ya dijimos que la historia se desarrolla en Baroa, un pueblo tradicional de los andes venezolanos que tiene el frescor y la dulzura de un pueblo que tiene como ídolo el trabajo, la quietitud y el silencio; y cuyas festividades están marcadas por el calendario eclesiástico. Los andes venezolanos casi nos hacen entender que viven por y para Dios, la advocación de la virgen a la cual sean devotos cada uno de los pueblos y el trabajo, herramienta que los ha acompañado desde el inicio.
Leamos algunos fragmentos de su descripción y la del paisaje:
Baroa es un pueblecito de los Andes. Su calle está bordeada de casuchas de un solo piso, cuyos techos de paja color de ceniza contrastan con el amarillento tejado de la Iglesia. Un riachuelo claro y tranquilo, sombreado de sauces, riega á una y otra orilla los rosales de las huertas у los maizales de los conucos; y una prolongada sabana, donde se aprietan de trecho en trecho pequeños bosques de javillos y guayabos, encaja el pueblo en marco de perpetua verdura2.
El sol iba á ocultarse: sus últimos rayos pintaban de rojo encendido los lejanos picachos de las montañas. Las tardes en los Andes son profundamente melancólicas. Durante los pocos instan median entre la puesta del sol y la noche, el alma se siente dominada por un enervamiento angustioso, como si las inmensas moles negras de las montañas se acercasen para caer sobre los valles3.
Era una mañana de verano, alegre y espléndida. Un puñado de flechas encendidas salía del pico más alto de las montañas del oriente y festoneaba de rojo las blancas nubes de caprichosas formas (…) El viento matinal, cargado de frescos aromas, le acariciaba el rostro ; y al aspirar el aliento de la eterna primavera americana, sentía ensanchársele el pecho con dulce sensación de bienestar tranquilo.
El cielo azul fué tornándose pálido á medida que aumentaban los resplandores de la aurora. Sobre el follaje de las huertas lucían de trecho en trecho, en apiñados conjuntos, los frutos amarillos del naranjo y el mango, los encendidos ramilletes del rosal y el alto chaguaramo con su corona de hojas temblonas. A la margen del rio los sauces se mecían con voluptuosos movimientos, como si al tocarse sus ramas se derramasen por los tallos, en invisibles corrientes, la vida y el amor.
El silencio universal era apenas interrumpido por el canto lejano de los gallos y el aleteo de pájaros viajeros4.
En este entorno donde reverdecen los retoños de los tupidos bosques andinos, se desenvolverá Enrique Aracil, el protagonista. Enrique se nos es descrito como «un muchacho de complexión recia, labios carnosos, frente ancha y ojos rasgados, de miradas duras y á veces dominantes. Visto en detalle parecía poco simpático; pero observado en conjunto resultaba cuasi hermoso, con la hermosura de la fuerza física»5. Con apenas once años, Enrique tenía una mente extraordinaria, era citado como el ejemplo de la clase y su maestro Don José, de quien ya hablaremos, lo veía como su futuro sucesor. Toda suerte de adulto encerrado en un cuerpo de niño, que fácilmente se deja perturbar por las tribulaciones emocionales tan propias de los niños.
«Enriquito» tenía una novia, Isabel, de quien vale la pena citar su descripción:
Delgada y pálida; la cintura flexible como un junco, la piel delicada y trasparente como los pétalos de una rosa en botón, las manos largas y finas, los cabellos ligeramente rubios recojidos en haz por una cinta azul. Su aspecto producía desde luego una sensación de aristocrática fragilidad que contrastaba con la sensación de vida exuberante de las niñas del campo. Su belleza tenía algo de las vírgenes que los pintores cristianos evocaban en sus éxtasis religiosos: en sus negras pupilas había siempre como la sombra de un dolor, y en su amable son risa como la expresión inconsciente de una tristeza oculta. En el pueblo era universalmente adorada: dos prestigios le servían de aureola: era sobrina del padre Roque y no reñía jamás con sus compañeritas6.
Isabel será para Enrique su almohada en la que arrecostarse en sus desfallecimientos, será quien lo calme en sus momentos de aflicción o preocupación y, cuando los libros generen los más pesados dolores de cabeza en Enriquito, Isabel será el remedio que disipe el estrés y las tribulaciones.
Por otro lado, tenemos otro personaje principal llamado «Rompelibros» por su actividad favorita. Se nos es descrito como «un muchacho alto y fornido, de ojos saltones, labios gruesos y nariz respingada»7. Rompelibros era mayor a sus compañeros de la escuela, mientras los otros como Enrique o Isabel tenían entre 11 o 12 años, él tenía 18. Su truculenta fuerza física lo convertía en el jefe del grupo de niños a la hora de salir a jugar los domingos en las tardes. No fue sobresaliente en la escuela a pesar de los esfuerzos de su padre y parecía que la única cosa importante para él era su grupito de amigos con los que salía a divertirse. Ya hablaremos más sobre él.
De resto, habrá una lista bastante amplia de personajes secundarios que nos reafirman la estructura básica de cualquier pueblo andino de antaño: Don José Castaños, el maestro de la escuela; el Padre Roque, el cura de la iglesia; Rupertico, el mejor amigo de Enrique; la Sra. Ana, madre de Enrique; la Sra. Ramona, madre de Isabel; Manuel Alba, el jefe civil y Tiburcio Cabrales, el boticario.
Como ya dijimos, la historia girará entorno a Enrique. Su espíritu intranquilo y hambriento de conocimiento hizo de él un prodigio a su corta edad. Una vez se sentó con Isabel a platicar, ésta última le preguntó que si algo malo sucedía al notarlo algo preocupado y el explicó que estaba en medio de una diatriba entre una lección de Don José y del Padre Roque. Leamos el fragmento:
—Ayer explicó D. José en la escuela lo que es el sol: un globo de fuego que da vueltas sobre si mismo; y luego agregó que la tierra, que es también redonda, está suelta en el espacio, y que el sol, que nosotros vemos salir por un lado y ocultarse por otro, no se mueve, sino que es la tierra la que gira alrededor, á una distancia de muchos miles de leguas.
—Pues si te lo dijo D. José, verdad es. ¿Qué te importa á tí?
—No es todo. Esta mañana el padre Roque ha repetido en su plática dominical la historia de un santo que detuvo el sol en la mitad del cielo. Pero si es la tierra la que se mueve alrededor del sol.
Enrique empezó a comentar la lección del maestro y la plática del Cura, comparándolas y esforzándose en ponerlas de acuerdo. En el largo monólogo, compuesto de frases insulsas que él mismo no comprendía, su pensamiento se extraviaba en un laberinto sin fin. Cuando creía llegar á una explicación satisfactoria, su razonamiento se desbarataba de pronto y nuevas sombras oscurecían su cerebro. Daba golpes en la tierra; cogía puñados de yerba y los arrojaba con despecho; apretaba, hasta hacerles daño, las manos de Isabel, sudaba, gesticulaba grotezcamente, y volvía á empezar el mismo razonamiento para tropezar otra vez con el mismo obstáculo: la contradicción irreductible entre la lección y la plática8.
Evidentemente entra el conflicto clásico de «ciencia-religión»; muchas son las personas que encuentran concilio entra estos dos conceptos aparentemente contradictorios y uno de ellos es Rupertico, quien cuando Enrique le comentó sobre su diatriba él le respondió serenamente que Dios, al ser el creador de todo, también había creado a los astros para su movimiento. No obstante, nada convencía al radical Enriquito. Para él algo debía ser cierto y algo debía ser falso. No había punto medio. Pero, ¿a quién creerle? ¿creerle al Padre Roque? Sí, totalmente, él la representación de Dios en la tierra, pero … ¿No creerle a Don José? ¡Ni de chiste! Él era el maestro y todo lo sabía… entonces ¿no creerle al Padre Roque? ¡Cómo se le ocurre! Él nunca miente.
Como vemos, esta diatriba tan inocente conmovía al pobre Enriquito. Esto dio cabida a que Enrique buscara hablar con el Padre Roque y Don José por separado para tratar de esclarecer las cosas. Primero fue el lunes como de costumbre a la clase de Don José y, al finalizar, este le planteó la duda sobre el sol y el movimiento de los astros. Leamos qué sucedió:
El bueno de D. José, que presentía, no sin orgullosa satisfacción, que tal discípulo honraría más tarde al maestro, le repitió cuanto él sabía de los movimientos del sol y la tierra. Enrique escuchaba con religiosa atención. Todo desaparecía ante sus ojos, para no ver más que aquellas dos esferas ideales que D. José hacía girar en el espacio. Contenía la respiración; pegaba su cuerpo al del maestro; se empinaba como para acercar más los oídos á aquellos labios respetados y tropezaba con las piedras sueltas de la calle.
Enrique se dio por satisfecho y ahora solo faltaba hablar con el Padre Roque. Fue a su casa, por donde estaba Isabel, al ser la sobrina del Padre, pero decidió no saludarla para no interrumpir con su pasatiempo favorito: la jardinería. Al llegar con el Padre Roque éste le preguntó como estaban él y su madre, al responder sus preguntas Enrique resolvió decirle que le había parecido interesante la plática del domingo pero que no recordaba con exactitud el nombre del Santo que había detenido el sol en el cielo. El Padre Roque lo único que hizo fue simplemente repetir la misma plática del domingo, como si no fuera propia pero más bien aprendida al caletre de un libro. Enrique escuchaba y buscaba conciliar lo que recién había escuchado de Don José pero lamentablemente no conseguía armonizar nada.
A tal punto llegó su insatisfacción que le interrumpió y le dijo que había leído en un libro que no era el sol quien giraba al rededor de la tierra sino viceversa, en consecuencia, el sol debía ser algo fijo en el espacio entonces ¿Cómo pudo el Santo haber detenido algo que está fijo? La reacción del Padre Roque es digna de citarse:
El padre Roque dió un salto en su sillón, y en su fisonomía se pintó repentinamente la más extraordinaria sorpresa, ¡Cómo! Un muchacho de aquella edad con tales filosofías. ¡Si parecía cosa del demonio! Los libros santos pasan antes que los otros. Los herejes no hacen más que tergiversar sus enseñanzas, para que la impiedad nazca y se propague9.
Una respuesta tan genérica como nerviosa salió de la boca del Padre Roque. En breve, éste comenzó a hablar de Dios, de su poder y misericordia, de los sacerdotes, de los representantes de Dios en la tierra, del antiguo y nuevo testamento, del génesis, de Jesucristo, de satanás; repitió mecánicamente todos los sermones de las misas dominicales y en fin, emborrachó a Enrique de un palabrerío inconsistente que de alguna insólita manera lo deja satisfecho y un poco atolondrado. Este se fue extrañado a su casa a leer.
Aquí está el giro trascendental de la historia. El libro que abrió fue el de astronomía, ya cansado, Enriquito lo abrió para estudiar —porque era preciso hacerlo— y conciliar los aprendido del padre Roque. A penas hubo abierto el libro, casualmente se topó con la página que hablaba del movimiento de los astros. Aquello lo interpretó como una señal divina.
Ya adentrado en la lectura, la felicidad con que iba leyendo se esfumaba y «una idea nueva fue surgiendo en su pensamiento», al principio era algo informe, difuso, como una cavilación que emerge del fondo del cerebro y al principio nos cuesta esbozarla. Pero a medida que sus ojos pasaban por los renglones, Enrique se daba cuenta de algo demoledor: el Padre Roque estaba errado y lo que dijo era mentira.
Al leer con tan científicos argumentos que la tierra giraba al rededor del sol y no viceversa, cada vez se hacía más intrincado creer la «explicación» del padre Roque, se hacía más inverosímil exaltar la hazaña de ese Santo, se hacía, para Enrique, más arduo conciliar su fe.
A pesar del aprecio que le tenía al Padre Roque, Enrique se sentía anonadado, se tenía en shock porque el hombre de tan alta autoridad en el pueblo venía a ser, a los ojos de Enrique, un mentiroso. Leer los fragmentos da una mejor idea de los sentimientos de Enrique:
Y, por primera vez, Enrique juzgó con dura severidad al padre Roque. ¿Por qué no podía , él también, equivocarse?...
Este juicio involuntario le causó pro fundo dolor. Era un ídolo que se desmoronaba; una máscara que se rompía en pedazos, para dejarle ver la cara de un hombre como cualquiera otro10.
Pero a medida que algo se desplomaba en Enrique, otra cosa surgía:
El prestigio del sacerdote desaparecía, y con el prestigio, el respeto. ...
Se sintió capaz de replicarle, contradecirle severamente si de nuevo se presentaba la ocasión... ¿Por qué no? Si el sacerdote alegaba la autoridad de un libro, él alegaría la autoridad de otro; si argumentaba en un sentido, argumentaría en sentido opuesto.
Y empezó, en su imaginación, a parodiar de antemano la lucha con el sacerdote. Le dejaba hablar largo rato, y luego le hacia él lo mismo; le perseguía con sus argumentos, lo arrinconaba, lo veía impotente, vencido, sin hallar modo de Él replicarle... Su espíritu se llenó de orgullosa satisfacción...11
Pero Enrique abandonó estos deseos de venganza cuando recordó su edad, a su madre, al pueblo y al propio aprecio que le había tenido al Padre Roque. Pensó en qué diría su madre, el pueblo. ¡Un muchacho hereje! No quería acabar así con su reputación. Ahí vino la mezcolanza de sentimientos: «Su dolor fue cada vez más agudo ; una ansiedad infinita le llenó el corazón ; algo como una mano gigantesca le oprimió la garganta. Sintió miedo ; quiso gritar, y no pudo; sus ojos perdieron de repente la mirada»12. Al cabo de un rato Enrique se quedaría dormido en su mesita de estudio gracias al cansancio que le pesaba.
Un pormenor sucedería luego de esto. Consiguióse Enrique con Rompelibros en la calle y aprovecharon para tener una charla sobre un tema en particular: Isabelita. Romprelibros en los primeros capítulos tiraba alguna que otra indirecta a Enrique sobre que él e Isabel ya no se veían en las tardes de juego, insinuando que tenían algo; y cuando se hizo oficial, Rompelibros se dignaba en hablarle duro a Enrique.
En la conversación de la calle, pasaron Rompelibros y Enrique por un sitio donde, según él primero, Enrique se separaba del grupo para irse con Isabel. Rompelibros dijo «Lo sé todo». Enrique le respondió «Es verdad; pero a tí qué te importa eso?». Rompelibros le dijo que no le hablara así pues no toleraba gritos de nadie y menos de «chiquillos como él».
Luego ocurre el siguiente diálogo:
—¿Pero qué tienes tú que ver con Isabel? ¿Es tu hermana acaso?
—No es mi hermana; pero estoy enamorado de ella, y no he de permitir que con ningún otro ande á solas. ¡ Ya lo sabes! si sigues…
Rompelibros acabó la frase con un movimiento del brazo derecho, amenazador é insultante.
Ya no había nada que ocultar: Rompelibros estaba enamorado de Isabel y de ahí se explica la actitud desdeñosa, las indirectas y toda actitud patana para con Enrique. Ante éstas circunstancias y confiado de su fuerza física, Rompelibros decide golpear a Enrique y éste se le lanzó para halarlo de los cabellos. Iniciaron una pelea en plena calle.
Durante gran parte de la pelea Rompelibros llevó la delantera y parecía que Enrique estaba acabado; pero tal cual David y Goliat, Enrique lanzó una piedra en la cabeza de Romeplibros, acto que dejó a éste inconsciente y al otro con un susto. Al cabo de un tiempo, Rompelibros se recuperaría y no volvería a cruzar palabras con Enrique.
Esta pelea hizo que Enrique se volviese más inmerso en sus lecturas, sus libros y la mesita de estudio de su cuarto. Un periodo de crecimiento intelectual y personal, acompañado de una pérdida progresiva de la fe y la devoción tuvo lugar en Enrique. «[Enrique] Notaba con sorpresa que en la Iglesia no le sobrecogía ya el temor de otro tiempo. Las imágenes le parecían re presentaciones inexpresivas, algo así como retratos de seres desconocidos»13.
Este periodo se ve sacudido por el acaecimiento que da cierre a nuestra obra y define las creencias religiosas de Enrique. En una pintoresca mañana de verano ya descrita —véase la nota 4— Enrique se topa con sus amigos en el río; Rupertico, Isabel, todos están allí. De repente, empezóse a oscurecer el cielo y a caer gruesas gotas de lluvia, Enrique no le dio importancia e Isabel lo siguió mientras las otras muchachas del pueblo fueron a una casa vecina a refugiarse de la lluvia. Poco a poco el cielo se tornaba más gris pero para Enrique e Isabel nada sucedía. Isabel caminaba de puntitas hasta llegar a la empalizada de la huerta donde se esforzó a cazar mariposas. De repente, «un relámpago iluminó toda la llanura y un trueno horrible hizo temblar la tierra»; Enrique se asustó y empezó a buscar a Isabel al propio tiempo que una lluvia torrencial caía. «¡¡Isabel!!» «¡¡Isabel!!» gritó Enrique, hasta que la vio tendida en el suelo de la empalizada.
Llegó Don Pepe, morador de Baroa, llegó al sitio donde ya estaban los niños y Enrique al rededor del cadáver de Isabel. Llamaron rápido al Boticario. Manolo, quien había sido mandado a llamar al Boticario, Don Tiburcio, también llamó al Padre Roque. Inicióse una carrera hasta la huerta de la Señora Antonia, donde estaba la huerta donde sucedió todo. El lamento se hizo general. La última palabra —sin decir nada realmente— la tuvo Don Tiburcio al pegar el oído al corazón de Isabel por unos instantes y al levantar su cabeza para moverla tristemente. La señal era obvia, Isabel había muerto.
Enrique se fue desconsoladísimo a su casa, ni su madre pudo hacer que una palabra saliera de sus labios. «Pensó un instante en la Virgen de la Iglesia y en el Dios de sus padres; y rechazó con disgusto aquellos recuerdos. El último resto de fé se hundió brusca mente en su alma»14. Ese día no solo murió Isabel, murió «Enriquito», el niño inteligente, filósofo prematuro con algo de fe en Dios.
A la hora del velorio, en la noche, fue todo el pueblo a la casa del Padre Roque. Al entrar, Enrique corrió nuevamente hacia el cadáver de su amada para abrazarlo y llorar desenfrenadamente. Fueron todos a apartarlo del cadáver, incluido el Padre Roque. El diálogo hablará por nosotros:
—Hijo mío —le dijo llorando el sacerdote— Él hombre debe resignarse á la voluntad de Dios. El ha querido probar nuestras almas con esta tremenda desgracia... Si sufrimos aquí en la tierra con paciencia, seremos recompensados en el cielo. Alabada sea la voluntad de Dios.
Enrique se enjugó los ojos violentamente, y los fijó con dureza en el sacerdote.
—¡La voluntad de Dios!.. ¿Por qué este horrible castigo?
—Resignación, hijo mí o! El padre de todos sufrió por nosotros hasta el martirio de la cruz .... Suframos nosotros para expiar nuestras culpas. Pidámosle á su santa madre que nos fortifique y consuele. Ella es la más eficaz intercesora para desarmar la cólera del Señor.
Al oír esto, Enrique sintió que su desesperación se convertía rabia tempestuosa, y con desgarrada voz replicó al sacerdote:
—No me hable usted de esas cosas, padre Roque. Ese Dios se complace entonces con nuestros sufrimientos, y esa Virgen no sabe consolarnos.
—Niño, no blasfemes!.. La ignorancia te ciega.... Vuelve tu espíritu hacia la madre de Dios, que es también la madre de todos los mortales.
—¿Pero, qué he hecho yo para que me la arrebaten así? Yo no adoraré nunca á los queme la han quitado... Ese Dios es el Dios de la crueldad... Esa Virgen no nos quiere no es nuestra madre. Una madre no mata á sus hijos.
—¡Dios mío! ¡ Perdónalo! exclamó el sacerdote llevándose ambas manos á la frente...15
Luego del entierro, la tumba de Isabel sería el lugar más frecuentado por Enrique. En una ocasión, Rompelibros también iría al cementerio y al encontrarse con Enrique, a pesar de la predisposición de éste, el antes brabucón le tendió la mano para que fuesen amigos. Un abrazo rompió con la enemistad y un llanto calmó los ánimos entre los dos, quienes regresaron juntos al pueblo para separarse luego y con ellos, sus destinos.
Gil Fortoul nos advierte: «Rompelibros no saldrá nunca de Baroa». Por otro lado, el mismo Gil Fortoul se mete en la obra para decirnos:
«Una tarde del año pasado, en París, salíamos varios jóvenes de oír una conferencia sobre el darwinismo, y por la calle discutíamos acaloradamente sobre el origen del hombre.
Insensiblemente fuimos enmudeciendo todos, dominados por la palabra ardiente y sonora de uno que defendía, con profundísima convicción, la pluralidad de la especie, acumulando citas, haciéndonos recordar los esqueletos estudiados, reconstruyendo genealogías, rehaciendo con maxilares sueltos y cráneos destrozados la historia de todas las razas, y describiendo con la mano líneas en el aire, como si tuviese por delante un mapamundi. Era Enrique Aracil»16.
Ya con esto, concluimos cual fue el destino de Enrique y la explicación de la trama de la obra.
El anti-clericalismo
Para entender el porqué del anti-clericalismo de la obra hay que, por un lado, transportarnos al momento en que José Gil Fortoul escribió la novela. Al final de la novela dice «FIN… Agosto de 1887». Gil Fortoul se graduó de Bachiller en Filosofía en 1880 para luego obtener el Doctorado en Ciencias Políticas y recibir clases de derecho en la Universidad Central de Venezuela en 188517, al año siguiente fue nombrado cónsul de Venezuela en Francia y su estancia en Europa duró 11 años, hasta 1897.
Aquel periodo en que entra a la universidad en 1880, sale en 1885 y dura hasta 1897 en Europa es su periodo más fecundo y de crecimiento intelectual. El joven Gil Fortoul de estos años es definido por Juan Penzini Hernández, su mejor biógrafo hasta el momento, como «rebelde y evolucionista del futuro (…) el poeta de endechas románticas y el polemista naciente»18. Sus años universitarios estarán marcados por ese entusiasmo y afición por el futuro que acompaña a toda generación de jóvenes.
La sensación que causó la visita del prócer cubano José Martí —de quien Gil Fortoul sería decidido discípulo— en Caracas en 1881; la fundación de la Sociedad «Amigos del Saber» en 1882 junto a Lisandro Alvarado, César Zumeta, Manuel Revenga, Luis López Méndez, etc.; las clases de Historia Natural dictadas por el Dr. Adolfo Ernst; la encandilada oposición que le hizo a Guzmán Blanco desde los periódicos; la polémica que sostuvo con Juan Bautista Castro, futuro Arzobispo de Venezuela y con los después obispos Estévez y Rodríguez son algunos de los hitos trascendentales de su juventud.
Una semblanza biográfica publicada en El Cojo Ilustrado con motivo de la llegada de su novela ¿Idilio? a Caracas habla también sobre aquellos años universitarios:
«Todo lo estudiaba [José Gil Fortoul] con ansia de asimilárselo; y todo lo hacía suyo; un día un libro de estética; otro, un volumen de Paleontología; hoy se le veía entre manos una obra de Haeckel; mañana los Heterodoxos Españoles de Menéndez Pelayo; y así de etapa en etapa y por incesante labor ha llegado al extremo de que con él se puede hablar de todo y oír de sus labios apreciaciones personales acerca de los diversos ramos del saber humano19.
Empero, la corriente de pensamiento que ocuparía la mente del joven Gil Fortoul y de muchos de sus contemporáneos sería el positivismo. El positivismo, en Venezuela y en Europa, atendió a la necesidad imperante de interpretar a la sociedad como un organismo vivo sujeto a leyes fijas que se lograrían establecer a partir del escudriñamiento del curso histórico de las naciones para llegar al supremo fin de organizar la sociedad bajo un orden en que la libertad pueda imperar y dar ancha base al desarrollo económico, político y social de los pueblos20. De ahí el porqué de las teorías comtianas de los tres estados y del evolucionismo darwinista. Es por eso que, tal y como lo refiere José Ferrater Mora:
El positivismo es una teoría del saber que se niega a admitir otra realidad que no sean los hechos y a investigar otra cosa que no sean las relaciones entre los hechos. En lo que toca por lo menos a la explicación, el positivismo subraya decididamente el cómo, y elude responder al qué, al por qué y al para qué. Se une a ello, naturalmente, una decidida aversión a la metafísica, y ello hasta tal punto, que algunas veces se ha considerado este rasgo como el que mejor caracteriza la tendencia positivista21.
Por lo que, en este sentido, es lógico hablar de un positivismo anti-metafísico, es decir, anti-clericalista. De la misma forma que Francisco Ayala nos explica brevemente el credo positivista: «Para el positivismo solo es legítimo y firme un conocimiento que transcriba en fórmulas racionales los datos de la experiencia sensible. La realidad no puede ser captada sino a través de los fenómenos y sus relaciones»22. En conclusión, el positivismo se atañe de un desdén notorio contra aquello que no pueda ser comprobado desde una base científica, lo que resulta en una decidido anti-clericalismo.
Sin embargo, urge acotar que ni en Venezuela ni en Hispanoamérica hubo una transcripción fiel de las ideas positivistas europeas, es de decir, no hubo tal copie y pegue ideológico. Antes bien, y hablando del caso venezolano, el positivismo adquirió una estampa propia y atendió no a la necesidad fundamental de acelerar el proceso social sino de interpretar la historia de una forma sensata, científica, si se quiere llamar así. Luego de años de luchas fratricidas, narradas por historiadores románticos que exaltaban hasta la más mínima cosa y de luchas pasionales entre partidos personalistas; los positivistas vendrían a cambiar el curso de la historiografía nacional y del estudio del acontecer venezolano.
Los padres de la doctrina positivista en Venezuela fueron Adolfo Ernst y Rafael Villavicencio, a ellos se les debe el prodigio de haber introducido el positivismo a nuestro país. Ernst entró en 1863 como titular de la Cátedra de Ciencias Naturales de la Universidad Central de Venezuela donde se convierte en difusor de las teorías darwinistas y del transformismo de Lammarck; Villavicencio enseñó sobre las teorías de Comte, Spencer y Littre en relación a la historia23.
Ernest y Villavicencio constituyen la primera generación de positivistas; Gil Fortoul figura en la segunda junto a Luis Razetti (1862-1932), David Lobo (1861-1924), Guillermo Delgado Palacios (1867-1931), Alejandro Urbaneja (1859-1944), Nicomedes Zuloaga (1860-1933), Lisandro Alvarado (1858-1929), Alfredo Jahn (1867-1940), Manuel Revenga (1858-1926), Cesar Zumeta (1860-1955), Luis López Méndez (1863-1891) y Manuel Vicente Romero García (1865-1917)24.
Consta, además, que José Gil Fortoul recibió clases de ambos maestros25. En suma, todos estos factores —la ola positivista que empezaba en Venezuela, la decidida aversión positivista a lo metafísico y al carácter del altivo Gil Fortoul joven— hacen encontrarnos con un mozo estudiantillo revolucionario y exaltado por lo que cree que es justo y por las ideas que obran sobre su cabeza.
Otro aspecto muy importante a tomar en cuenta es la realidad del país al momento que Gil Fortoul escribió la novela. Al inicio del artículo vimos aquella carta que le escribió a Lisandro Alvarado en un tono casi enojado por la prominencia que estaban tomando los clérigos —cosa evidentemente inaceptable para el Gil Fortoul Revolucionario de esos años— pero habría que detallar exactamente porqué dijo eso más allá de la cuestión ideológica.
A lo último del Guzmancismo, a pesar de todos los roces que el Ilustre Americano tuvo con la iglesia —muchos liberales creían que Guzmán Blanco lograría de algún modo la separación Iglesia-Estado— por la ley del matrimonio civil, la supresión de los conventos y del patronato eclesiástico, hubo una medida de éste benefició a la Iglesia y fue, nada más y nada menos, la que estableció que el Estado se encargaría de la obligación de sostener los ministros del culto católico, ahí es donde el Estado se convierte en ente protector y defensor de la institución26. Luego de tantas estocadas, era lo poco que Guzmán Blanco podía hacer en las postrimerías de su gobierno.
Esta medida le daba a la iglesia algo importante: con qué sostenerse. Es por ello que los últimos años del siglo XIX están marcados por un resurgimiento paulatino de la influencia de la religión; Katarzyna Krzywicka dice que «en el ocaso del siglo XIX, la Iglesia católica en Venezuela empezó una intensa actividad para desarrollar las instituciones educativas llevadas por las órdenes religiosas. Esto contribuyó al incremento de la presencia de la Iglesia en la vida social»27.
En consecuencia nos abstenemos a pensar lo siguiente: seguramente José Gil Fortoul empezó a escribir la novela en un punto determinado en 1885 antes de irse28 y la terminó en agosto de 1887 mientras estaba en España29 como dice en el original, y no encontró ocasión para publicarla hasta llegar a Liverpool en 1892. Entre 1886 y 1888 debió haber visto con desagrado estas últimas medidas de Guzmán Blanco, que seguramente le llegaban por correspondencia, y, derrocado el mismo Guzmán Blanco, tuvo noticia entre 1888 y 1891 del resurgimiento paulatino de la iglesia en cuestiones educativas como hemos visto anteriormente.
Solo así se explica, cronológicamente hablando y en base a los hechos, el otro porqué de la novela teniendo como base la carta mencionada al inicio del artículo.
Pormenores y detalles de la obra
De resto ¿Qué queda decir de la obra? Es una novela escrita en el más vivo criollismo o naturalismo literario. Parece paradójico y contradictorio que el positivismo, siendo ciencia, y la literatura, mayormente ficción, converjan para traernos esta obra. La verdad es que el género de novela histórica es utilizado frecuentemente por autores para presentarnos una panorama de la vida real, una coyuntura histórica que aflige a todo tipo de personas, desde el populacho hasta la élite. Ejemplo de ello son Los Miserables de Víctor Hugo y, sin irnos muy lejos, Doña Bárbara de Rómulo Gallegos.
Y entre el criollismo y el positivismo tampoco hay contradicción que podramos encontrar. De hecho, esa fue una de las características propias del positivismo en América: que se versó con el criollismo y las costumbres del suelo al cual llegó. Arturo Uslar Pietri nos lo dice de la siguiente manera:
No fue un positivismo comtiano puro el que vino a Venezuela, sino una híbrida mezcla de influencias, como también fue el caso en toda Hispanoamérica y aquí, como en otros países, hizo su estrecha alianza con el darwinismo, el ateísmo, el anticlericalismo, y el realismo y el naturalismo literario30
La pasión por la ciencia, el desdén contra las prácticas antiguas y el amor por las nuevas ideas se mezcla con el paisaje de la tupida selva, los interminables llanos, las sabanas infinitas, las montañas agrestes y los hermosos valles de nuestra geografía.
Y no es para menos, ¿Idilio? es una novela venezolanísima propiamente dicha. En primer lugar el paisaje andino le da una fisionomía sumamente tradicional conjunto a varios sucesos que transcurren durante la obra. Citemos algunos ejemplos. En una parte se nos comenta que el estudiante más ilustrado del pueblo salía directamente a Caracas, cosa que sigue pasando hasta nuestros días:
A su escuela [la de Don José] venían los baroeños á aprender el abecedario, y en ella seguían toda la evolución hasta que lograban leer y escribir, resolver los más sencillos problemas de aritmética y comprender algo de las leyes gramaticales, para marchar se después, los que tenían vocación ó medios de fortuna, á algún colegio de la ciudad vecina ó á la Universidad de Caracas31.
Las epidemias que de cuanto en cuanto arrasaban con todo, como se nos dice sucedió en Baroa:
Y todos comentan, con iguales recuerdos, la visita pastoral de un obispo que unió en matrimoniales lazos á todo hombre y mujer que llevaban vida no lícita; un incendio causado en casa del Cura por el atolondramiento del sacristán que con una vela quiso quemar las moscas irreverentes que se paseaban por los vestidos de “Jesús en el huerto”, y la aparición del cólera que en quince días se llevó al cementerio más de cuarenta baroeños32.
La vida religiosa de los andes venezolanos:
Todos creen, con igual fé, que la Virgen del Rosario, adorada en el único altar de la Iglesia, se le apareció á un vaquero en el tronco hueco de un árbol33.
La referencia a revoluciones o guerras civiles:
La buena señora Ana no tenía otro amor que el de su Enrique. Desde que murió su esposo, Don Enrique Aracil, la señora Ana pasaba la vida entre los recuerdos de una felicidad perdida y las alegrías de cuidar al hijo único, donde creía encontrar el mismo carácter, el alma misma del hombre que la había amado. Don Enrique había perdido en la guerra civil la mayor parte de sus propiedades; pero al morir dejó un pequeño hato, cuyos productos eran suficientes para los modestos gastos de su familia34.
Todo nos recuerda a la Venezuela de mediados del siglo XIX en la que Gil Fortoul nació.
Pequeña autobiografía
Juan Penzini Hernández, de quien ya hemos hablado bastante en este artículo, arroja un juicio interpretativo sobre la novela que creemos es justo rescatar. Dadas los aspectos de su niñaez e infancia en El Tocuyo que recogió para realizar la obra, creemos que José Gil Fortoul se pintó a sí mismo en la novela. El niño provinciano, inteligente desde muy joven se ve encarnado en Enrique Aracil, de modo que podemos afirmar que Idilio? viene también a ser una autobiografía.
Leamos lo que escribe Penzini Hernández:
«Enrique Aracil, que en síntesis es el pseudónimo o el alter ego de Gil Fortoul, aparece como el personaje central de la novela. Esta novela también es autobiográfica. El estudiante de mente inquieta analizador y de espíritu investigador, que duda y vacila, en el curso de sus estudios, por explicarse el dogma religioso incrustado en el alma frente al principio científico que le sale al encuentro (…) Aracil el mismo que se le planteara al joven Gil Fortoul provinciano, allá en la aldea tocuyana de entonces, y que ahora rememora en esta novela. Porque, sea como sea, Gil Fortoul no pudo desligarse totalmente de sus primeros sueños angélicos de niño católico. Siempre en su lirismo se bañan la fe cristiana y el emotivismo dionisiaco. En él se confundían siempre el poeta y el científico, como una antinomia en armonía. Confusión que se iba agravando a medida de ir asimilando ciencias en los cenáculos y los estudios de universidades europeas. De manera retrospectiva, con los archivos de su propio ser, reconstruía su vida de estudiante poblano, al maestro don Egidio Montesinos en el maestro don José, a su padre en el cura Roque, a su madre en doña Ana, la madre de Enrique Aracil, y en Isabelita la novia soñada, mitad ficción y mitad realidad, la eterna novia, la primera, la que tal vez Gil Fortoul tuvo en esa edad y la dejó a mitad de sueño, perdida en el fervor de los estudios, como una madreselva marchita marcando en el viejo Testamento las páginas del Cantar de los Cantares»
(…) El libro ¿Idilio? comprime lejanas realidades vividas por su autor. No queda duda (…) "Rompelibros" no es un personaje cualquiera de la novela. Es la antípoda del joven Enrique Aracil. Tal vez el otro "yo" que despertaba en íntima contradicción en el espíritu de Gil Fortoul. El enemigo de esos libros que le hacían dudar de su fe y nunca de su amor. El Gil Fortoul, a un tiempo, amigo y enemigo de sus creencias35
Es algo muy humilde y noble por parte de Gil Fortoul le recoger de su memoria la belleza del paisaje que le tocó presenciar de niño y que ahora, de adulto, evoca dichas vivencias para exponer un mal que, en base a su creencia ideológica positivista, atañe a su patria; la patria hambrienta de progreso que tanto anhelaron los positivistas de todos los rincones del país.
De esta manera terminamos, pues, el presente ensayo no sin antes exhortar a quien esto esté leyendo a echarle un vistazo a la novela. Por más que hayamos esbozado la trama, el contexto histórico y el carácter del autor, no hay nada como leer por cuenta propia la novela puesto que se descubren cosas que se omitieron aquí por cuestiones de extensión y que contribuyen al surgimiento de interpretaciones alternas. Sobretodo también, leer a Gil Fortoul para rescatarlo de ese abismo al que ha caído con el paso del tiempo.
Gil Fortoul a Alvarado, Liverpool, 11 de enero de 1891, Anibal Lisandro Alvarado, ed., Epistolario de Gil Fortoul a Lisandro Alvarado, Barquisimeto, 1956, p. 165.
José Gil Fortoul, ¿Idilio?, Liverpool, 1892, pp. 7-8.
Ibid., p. 18.
Ibid. pp .97-98.
Ibid., p. 17.
Ibid., pp. 16-17.
Ibid., p. 8.
Ibid., pp. 19-20.
Ibid., pp. 33-34.
Ibid., pp 43-44.
Ibid., p. 44.
Ibid., p. 45.
Ibid., p. 59.
Ibid., p. 115.
Ibid., p. 117-118.
Ibid., pp. 122-123.
En aquel año 1885, ya graduado como abogado, consta que se estableció por un tiempo en el Tocuyo donde tuvo una oficina jurídica y asesoró a su padre, José Espiristusanto «el pelón» Gil, en un proceso judicial en su contra. Juan Penzini Hernández, Vida y obra de José Gil Fortoul: 1861-1943, Caracas, 1974, p. 53.
De estos datos concluimos que José Gil Fortoul empezó a escribir la novela, muy seguramente, en el Tocuyo —he ahí la inspiración de Baroa— y no vio término hasta dos años más tarde cuando ya se encontraba en Europa.
Boletín de la Academia de Ciencias Políticas y Sociales, Tomo XV, Nros. 1, 2, 3 y 4, p. 5.
«Doctor José Gil Fortoul: Esbozo biográfico» en El Cojo Ilustrado. Caracas, 1 de febrero de 1892.
Véase Arturo Sosa, «El pensamiento político positivista y el gomecismo», en Los pensadores positivistas y el gomecismo, 3 vols., Caracas, 1983, I, pp. XVIII-XIX.
José Ferrater Mora, Diccionario de Filosofía, 2 Vols, Buenos Aires, 1964, II, p. 456.
Francisco Ayala, Tratado de Sociología, Madrid, 1959, pp 49-50
Arturo Sosa, «El pensamiento político positivista y el gomecismo», en Los pensadores positivistas y el gomecismo, I, p. XXIII.
La Doctrina Positvista, 2 vols., Caracas, 1961, I, p. 15. Para complementar: La tercera generación vino a estar integrada por Laureano Vallenilla Lanz (1870-1936), Pedro Manuel Arcaya (1874-1958), José Ladislao Andara (1876-1922), Elías Toro (1871-1918), Ángel César Rivas (1870-1930), Julio César Salas (1870-1933) y Samuel Darío Maldonado (1870-1925). Y no como una cuarta generación sino más bien como una extensión de la doctrina positivista vinieron a estar: Luis Manuel Bautista Urbaneja Achepohl (1874-1937), Jesús Semprúm (1884-1931), Rómulo Gallegos (1884-1969) y hasta Rufino Blanco-Fombona (1874-1994).
Juan Penzini Hernández, Vida y Obra de José Gil Fortoul, p. 238.
Herminia Cristina Méndez, La Iglesia Católica en tiempos de Guzmán Blanco, Caracas, 1995, p. 261.
Katarzyna Krzywicka, «Las Relaciones entre el Estado y la Iglesia en Venezuela: Desarrollo histórico, normas jurídicas y bases institucionales» en Revista CESLA, 2014, N°17.
Creemos que la empezó a escribir en 1885 antes de irse porque, a las vísperas de su viaje, estuvo en El Tocuyo con su padre, lugar del cual sacó mucho material para la obra. Véase la nota 17.
Penzini Hernández, Vida y Obra de José Gil Fortoul, p. 82.
Arturo Uslar Pietri «El Despertar positivista» en Revista de Historia de las Ideas, Quito, 2 de octubre de 1960.
José Gil Fortoul, Idilio?, p. 28.
Ibid., p. 14. De hecho, cuando José Gil Fortoul nació una epidemia de cólero azotaba Barquisimeto. Penzini Hernández, Vida y Obra de José Gil Fortoul, p. 6.
Ibid., es obviamente referencia a las diferentes advocaciones de la Santísima Virgen María en distintos lugares. Este es un milagro bastante frecuente dentro de nuestros andes. Por citar algunas podemos nombrar a la Inmaculada Concepción de la Montaña (Toituna, estado Táchira); Nuestra Señora de la Consolación de Táriba (estado Táchira); Nuestra Señora del Espejo y la Virgen de las Nieves (estado Mérida); Nuestra Señora de la Paz (estado Trujillo).
Ibid., 24. El subrayado es nuestro.
Penzini Hernández, Vida y Obra de José Gil Fortoul, pp. 88-89.
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