Ayer vimos Braveheart (Mel Gibson, 1995). Con 19 años me había encantado: la vi dos veces en el cine, me compré el VHS y el CD con la banda sonora. Encajó con una época en la que lo folk estaba de moda, al menos aquí en Galicia, y con mi fascinación con el norte. Y eso, sumado a que en la facultad nos habían hablado de algunas aportaciones que hacía la película en términos cinematográficos, la convertía en algo relevante.
Ayer, después de más de 25 años, volví a ella. Qué mal ha envejecido y en cuantos aspectos. Las aportaciones, la forma de filmar las batallas, por ejemplo, siguen ahí. Pero todo lo demás parece salido del pleistoceno. Es, en esencia, la historia de un señor, que para la ocasión lleva otro nombre, pero a todos los efectos es Mel Gibson, marcando deltoides en plena crisis de los 40. Todo gira alrededor de él -es sorprendente la cantidad de veces que Gibson le puede poner ojitos a la cámara en 15 minutos cualquiera elegidos al azar de la película-
Básicamente, el director, que casualmente también es Gibson, se toma tres horas para contar cómo William Wallace, cabreado porque han matado a su mujer, con la que se casa en contra de la voluntad de los que serían sus suegros, decide, en venganza, independizar Escocia y arrasar York y lo que le quede de paso de camino hacia Londres. Apenas hay dos mujeres en tres horas de metraje, las dos mucho más jóvenes que él. Y ninguna de las dos se le resiste, claro, que para eso es Mel Gibson. Da igual que sea su vecina o la futura reina de Inglaterra. Biceps, miradita y, hala, tracatrá. La señora desaparece a continuación de la historia que, total, ya, para qué.
Los personajes están perfilados a martillazos ¿Un ejemplo? Un príncipe homosexual que, para que te des cuenta de que es homosexual, que no es algo fundamental para la historia, pero daba la nota de color, viste sedas y brocados cuando los demás van de armadura e intercambia miraditas con el que adivinamos, gracias a nuestra perspicacia y a la sutileza del director, que es su amante, que, por si no teníamos pistas suficientes, es el único que va a la peluquería, claramente, de todo el film. Y así todo, un poco.
La cosa se ve venir desde el cartel de la película, en realidad. Hay dos, de hecho, que fueron los más difundidos y que no tienen precio. En uno, el que tienes más arriba, está él, en el medio, ojazos, bien de llamas, caballo al galope espada en mano. Sale dos veces en el mismo poster, por si no tenías claro de qué va la película. En el otro, justo aquí debajo, se le ven menos los ojos, pero a cambio tenemos un caballo blanco a galope entre las mismas llamas y, de fondo, más llamas para subrayar sutilmente lo de la cosa tórrida, un abrazo a una señora desnuda en el que la señora tiene su importancia, pero ese brazo ¿eh? Es brazo es el protagonista. Que nadie diga que no íbamos avisados.
Sin embargo, este no es un texto contra Braveheart. Es un texto sobre el hecho de que ahí estábamos en 1995. La película se llevó 5 Oscar de un total 10 nominaciones e incluidos el de mejor director y mejor película, un Golden Globe y algún BAFTA.
Fue una de las 20 películas más taquilleras del año, por detrás, entre otras, de Jungla de Cristal 3, Waterworld o la entrega correspondiente de James Bond. Todo un compendio de señores llevando regular la mediana edad. Ese rollo gustaba. Nos gustaba. Era lo que el público y la crítica demandaban. Sólo en 1999 American Beauty, poco a poco, empezaría a darle una vuelta.
De ahí venimos. Ahí nos criamos. Aunque no se trata aquí de juzgar la época desde una mirada actual. Solamente intento entender por qué algo que me gustaba ahora me resulta tan ajeno y por momentos casi vergonzoso.
No es tan difícil de entender, en realidad: el mundo cambia. Lo que ocurre es que, cuando son cosas que nos afectan, tendemos a no darnos cuenta hasta que tomamos un poco de distancia.
De 1995 hasta aquí han pasado 29 años. Los mismos que entre 1966 y 1995, o que entre 1947 y 1966. Piensa en todo lo que cambio, en cuanto a manera de entender las cosas, de ver el mundo y también de contarlo, en cualquiera de esas horquillas de tiempo. Piensa en la música de 1947 (Bing Crosby o The Andrew Sisters) y en la de 1966 (Beatles y Stones), en el cine de 1966 (La Jauría Humana o El Bueno, el Feo y el Malo) y en el de 1995 (Dead Man Walking, Sospechosos Habituales, Leaving Las Vegas…)
La televisión no tiene nada que ver con la de aquel 1995, un año en el que internet y los teléfonos móviles no estaban todavía en nuestras vidas. Hemos pasado unos cuantos sucesos traumáticos colectivos, y seguramente algunos más particulares; hemos visto la aparición y caída de Gran Hermano.
Bandas que hoy nos parecen historia antigua, como Garbage, The Chemical Brothers o los Backstreet Boys sacaban aquel año su primer disco y aquella temporada fueron numero uno en Los 40 Antonio Flores, Revolver, Seguridad Social, OBK o los Rodríguez. Y paro, que no quiero hacer sangre de manera innecesaria. Piensa en sus letras, en sus coreografías, en su estética.
El libro más vendido en España fue uno de José Saramago, que aún publicaría otros siete antes de fallecer hace lo que parece media vida. Estuvo acompañado en los rankings por los de Terenci Moix, Antonio Gala o Frederick Forsyth.
Es muy probable que no hubieras escuchado hablar todavía de Ferran Adrià, de los huevos a baja temperatura y probablemente tampoco habías probado el sushi que hoy puedes comprar en el Mercadona de tu barrio.
En resumen: las cosas cambian. Y yo (y tú) con ellas.
Me cuesta mucho leer cosas que escribí hace tiempo, porque muchas veces no acabo de reconocerme en ellas. O sí, y eso es aún peor. Reconozco cosas que ya no me gustan, en las que no me siento identificado, pero que están ahí.
Veo un tono que viene de otra época, identifico gestos que, supongo que por imitación, tomaba de gente formada en una época aún más remota. Es algo que no deja de ser curioso, a veces incómodo, pero que, creo, está dentro de lo normal. Si lees algo tuyo de hace 20 años y no hay cambios es tan poco natural como si miras una fotografía de aquella época y apareces en ella idéntico a como eres ahora. Da grima sólo con pensarlo.
Sin embargo, volver a leer de vez en cuando lo que escribiste hace tiempo es un gran ejercicio de estilo. O una cura de humildad, no estoy seguro. Una de las dos cosas, al menos, seguro. Pero hay algo que me preocupa mucho más que lo que yo escribía, porque al final todos tenemos un pasad. Algo a lo que dedico un cierto tiempo desde hace un par de años; algo que se ha ido colando en las clases o en las charlas que preparo de vez en cuando: el tono que, pese a los cambios, permanece.
Porque el cine ha cambiado, la música y la literatura también; la sociedad, por supuesto, la televisión, la forma de vestir, las prioridades. Incluso nosotros. Y, pese a todo, a veces, en particular cuando leo sobre gastronomía, tengo la sensación de que hay dejes, actitudes y miradas que siguen ahí. O que siguen allí, para ser más preciso.
Quiero ser justo: no son todas, ni mucho menos. Hay toda una generación, quizás ya dos, de gente que escribe desde otros sitios, con otra voz y otros recursos y que son lo mejor que le puede pasar a este mundillo que tiende tanto a lo conservador.
Hay gente que ya escribía entonces, bastante mayor que yo, que ha sabido leer el terreno de juego y actualizarse. Pero, aún con todo esto, que es una estupenda noticia, los referentes, las varas de medir, los escalafones y los valores que hay detrás de estos son los mismos, y eso me lleva a hacerme un montón de preguntas.
¿Siguen teniendo sentido los rankings tal como los conocíamos? ¿Sigue siendo hoy deseable premiar la excelencia sin tener en cuenta que a veces, quizás, está completamente desconectada de su entorno, que en ocasiones oculta realidades empresariales deficitarias, sin tener en consideración su sostenibilidad? ¿Sigue siendo lógico -si es que lo fue alguna vez- hablar solamente de los éxitos y ocultar los fracasos debajo de la alfombra?
En este mundillo en general, y en España muy en particular, nos cuesta muchísimo integrar otros puntos de vista, aceptar la diversidad, hablar de género, de desigualdad, de ideología, de pertenencia, de clase y de exclusión; de implicaciones éticas y consecuencias, ya sean ambientales, laborales o económicas de algo que nos empeñamos en ver exclusivamente como parte de nuestro ocio y parte de nuestro estatus.
Seguimos escribiendo una gastronomía esencialmente masculina, basada en el éxito, en esquemas piramidales; en la excelencia entendida como lo raro, lo nuevo, lo poco accesible; seguimos entendiendo lo excluyente, lo difícil de conseguir, la lista de espera, la cola a la puerta, el viaje hasta el otro lado del mundo, lo caro como un valor.
¿No puede ser más interesante, quizás, un restaurante centenario, en el que las recetas, que tal vez ya solamente se cocinan allí, han pasado de mano en mano a lo largo de ocho generaciones que un restaurante, puede que con sol, con estrella, con un 8 en no sé qué ranking, del que te muestran una foto de un plato y no sabes, y cuando quieras hacemos la prueba, si es suyo o de cualquier otro local de 10 o 15 que te vienen a la mente?
¿Sigue siendo hoy el valor fundamental, si hablamos de gastronomía, el hecho de tener un reconocimiento, el que sea, que no tiene otro restaurante en tus inmediaciones? ¿Qué miden esos reconocimientos y, por lo tanto, qué excluyen y qué obvian? ¿Nos hemos detenido a pensarlo? ¿Es la novedad un valor? ¿Es la innovación el criterio fundamental? ¿Y la regularidad, la preservación de un legado único, el valor cultural de un proyecto en relación con su contexto?
¿Sobre qué sitios escribimos los que escribimos y por qué? ¿Habría lugar para más? ¿Somos nosotros, son nuestros editores, es lo que esperan los lectores? ¿Es lo que esperan, es lo que les apetecería? Una vez más ¿Nos hemos parado a pensarlo? ¿Representa lo que escribimos al país/lugar/sociedad/momento en el que escribimos?
Soy muy consciente de pienso esto desde dentro, desde la perspectiva de alguien que escribe sobre restaurantes, que genera contenido para páginas como la de la Guía Repsol y que ha escrito en guías como las que publicaron las revistas Vanity Fair, Traveler o el diario La Vanguardia. Espero que se entienda, por lo tanto, que no lo hago con intención de cancelar nada, que no se trata de una enmienda a la totalidad, ni mucho menos. Y que, aún incluso en aquellos aspectos que creo que son mejorables, lo son por parte de los que estamos dentro, por decirlo así, pero también desde el lado de quienes están fuera, que son los que lo consumen, lo demandan y lo pagan. Si ese lado de la balanza demandase otra cosa, se estaría escribiendo otra cosa. Yo entre ellos.
No estoy pretendiendo cancelar nada ni a nadie. A poco que me conozcas, sabes que no van por ahí los tiros y, si no me conoces, ya te lo digo yo. Me gusta este sector, creo que hay proyectos maravillosos, gente con un talento descomunal y que, de vez en cuando, asistimos a fogonazos que cambian un poco el mundo. Mis dudas no están ahí ni en si deberíamos contarlo. Estoy pensando sobre lo que hago/hacemos, sobre por qué lo hago/hacemos y de dónde viene. Estoy tratando de entender por qué, si el mundo ha cambiado tanto, esto, esta parcela en concreto, da la sensación a veces de ir más despacio; meditando en alto sobre qué estamos haciendo bien y qué estamos haciendo mal.
Hace un par de meses se entregaban las nuevas estrellas Michelin. Solamente un 10% (aproximadamente) de las galardonadas en España son mujeres. No es un sesgo, argumentó la guía cuando se le preguntó al respecto. Ellos no opinan, ellos son testigo de la realidad, afirman. Y puede ser que sea cierto, lo cual sería, por otro lado, estremecedor. Porque entonces el problema es más grave. Si la sociedad, si yo, si cualquiera de nosotros vamos por otro lado desde hace años y si no es cuestión de una guía, que no deja de ser un grupo de señores (y señoras) trabajando para una empresa, la cosa, entonces, es bastante más de fondo. No me consuela mucho pensar que sea así, porque el año que viene será igual. En esa guía, en las otras, en los eventos sectoriales, en lo que escribamos y en lo que veas de este gremio en televisión, en portadas de revistas del ramo o escuches por la radio.
¿Es así realmente? ¿Qué pasa? ¿Por qué pasa? ¿Puede tener algo que ver, quizás, lo que contamos y cómo lo contamos? ¿Lo que valoramos, lo que consideramos reseñable, especial o excitante? ¿Responde eso, lo que contamos, a la realidad? ¿A qué realidad? ¿A la del mundo, a la del sector, a la de una parte del sector, a la tuya, a la mía?
No tengo respuesta para casi ninguna de esas preguntas. Sí algunas intuiciones que creo que no hace falta explicitar, porque correríamos el riesgo de ser tan sutiles como la definición de personajes de Mel Gibson y porque, además, ya te las imaginas. Lo que sí que tengo claro es que el mundo es como es, pero también como lo contamos. Y que si todo cambia a tu alrededor y tú no, no es que tengas un problema, es que tal vez el problema seas tú.
Buen domingo y gracias por seguir ahí una semana más.
Lo que he visto
Esta semana he visto, entre otras, Suro (Mikel Gurrea) y O Corpo Aberto (Ángeles Huerta). Ambas de 2022, muy diferentes entre sí en casi todo.
Me parecieron películas interesantes, pero sobre todo me parecieron síntomas, precisamente, de los cambios a los que aludía más arriba.
Hace 10 años, quizás incluso 5, habrían sido impensables. Y ahí están, entre tantas otras que demuestran que, efectivamente, el mundo cambia. Y que una industria cultural sana, la cinematográfica en este caso, pero podríamos hablar también de la gastronómica (que yo me empeño, con un éxito bastante relativo, también, en entender como una industria cultural) es una industria con productos excelentes, buenos, normalitos y maluchos porque es, sobre todo, una industria diversa.
Las tenéis las dos en Filmin.
Lo que he leído
Estoy leyendo Un Amor, de Sara Mesa. Y más de lo mismo. Temáticas, enfoques e incluso una autora que no hace tanto nos habría costado imaginar y aún más asumir.
Leedla, que vale la pena.
Lo que he escuchado
Puestos a hablar de cosas que cambian, de novedades que resultan sintomáticas y que, al mismo tiempo, son muy interesantes, voy con dos bandas femeninas de rock.
La primera es Lady Banana, un dúo, guitarra y batería, de Zaragoza.
La otra es Bala, una banda gallega que, ya es casualidad, sigue el mismo esquema batería-guitarra.
Cuando empecé a tocar en bandas solían decirte “tocas como una chica”. Y no era un cumplido. El mundo cambia.
Andas un poco woke. Mira que, para muchos, eso es un insulto.
"¿Somos nosotros, son nuestros editores, es lo que esperan los lectores?"
Y siendo una pregunta retórica, ¿escribir para los lectores o lo que esperan los lectores?