El sol entraba por la ventana de aquella habitación en la que ya solo estabas tú. Habías compartido un pequeñísimo habitáculo durante aquellos 10 interminables días, pero la liturgia de la muerte en hospital público dice que para el adiós te dan intimidad y te habían trasladado a otra más grande y luminosa. Había bajado en la estación de tren de Doce de Octubre mientras en mis auriculares sonaba Bajo el volcán de Love of Lesbian, cuánto me ha dolido esa canción desde entonces.
Ya no hay nada en mí, solo restos que destruyen
Y mi huracán de una escala de fuerza seis
Crecido en su arrogancia a duras penas
Se dio cuenta que arrasó bajo el volcán
Y ahí me sobrecojo y me ahoga el suspiro, la tristeza profunda aparece y hacen presencia las ganas de llorar. Todas y cada una de las veces.
Cuando abrí la puerta de la habitación y vi el sol dándote en la carita pensé en lo bonito que iba a ser que te fueras así, con el astro rey calentándote, con la calma que se respiraba en aquella estancia. Porque yo ya sabía que esa mañana te ibas. Lo sabía desde la tarde anterior cuando recibí esa llamada que me dijo “Ya la sedan”. Estaba en la cocina de la ofi, tratando de concentrarme, y justo tras conocer la noticia, entró Álvaro y le abracé como buscando un clavo al que agarrarme ante la certeza inasumible de la ausencia eterna. “Vete, ve al hospital, es donde tienes que estar, aquí no pintas nada” - me dijo. Y me fui. Y se lo agradeceré siempre.
Era martes 12, ya hubiera parecido broma que fuera 13, y estaba sola cuando llegué. Dejé mi mochila, en la que llevaba mi despacho móvil, y me acerqué a la cabecera.
Te besé 30 veces, como me había pedido mi hijo que hiciera.
Te dije que te quería y que él también.
Te di las gracias por cuidarme tanto y tantos años, hasta los 32 en casa, contigo y con mamá, queriendo irme desde los 18. Y por jugar con mi hijo y disfrutarle tanto.
Te pedí perdón por aquella arrogancia con la que te traté en la juventud.
Te volví a besar, esta vez por mí.
Y saqué el portátil y me puse a trabajar, levantando de vez en cuando la vista para vigilar cómo respirabas.
Llegaron mi hermana y mi tío con la tristeza pintada en el rostro, allí todos sabíamos a lo que íbamos, y cada uno hizo su ritual, te besó, te tocó la cara, te acarició el pelo. Ante esa espera, que no sabíamos que iba a ser tan corta, bajaron. Nos quedamos solas tú y yo, como tantas otras veces en nuestra vida juntas, solo que de forma diferente. Allí no había charla amable, ni ese parloteo tan tuyo en el que me contabas todo y nada, en el que perdías el hilo para volverlo a encontrar y dabas vueltas, dándome golpecitos en el brazo o la pierna. Entonces te fuiste. Y me quedé huérfana otra vez, a los 41 como me había quedado a los 11 y medio cuando se fue tu marido y se me paró el mundo al encontrarme con mi madre completamente vestida de negro, pero también me quedé en paz.
Con los 30 besos
Con los tequieros
Con los gracias
Con los perdona
Con estar allí para ti, a tu lado, como tantas veces antes tú lo había estado para mí.
Y me arrepentí de haber pensado que el tiempo era eterno, cuando solo duró 41 años, y no haberte preguntado por tu vida para escribir tu historia de posguerra. La tuya, la de esa familia de tantos hermanos, en la que algunos se perdieron y otras te cuidaron. Y me dolieron las veces que no estuve, que no supe, sin excusas, porque fue así como pasó. Y me refrendé en aquellos 9 días de locura de trabajo-hospital-casa, en los que no veía a mi hijo porque tenía que verte a ti, que te me ibas. Y te lloro y te quiero y sonrío y vuelta a empezar. Porque tus risas desdentadas, tus bromas, tus fanfarrias, tus dichos, siguen conmigo, por y para siempre. Y porque cuando mi hijo me dice “a mí lo que me gustaría es que la bisi volviera, la echo mucho de menos” se me calienta el alma y es como siguieras un poquito aquí. Como si nunca te hubieras ido.
Precioso
La semana pasada no fui capaz de leerlo, sabía que lloraría. Hoy te leo, te agradezco y lloro mucho