La mamá conejo había tenido demasiados gazapos en esa camada y dejó a uno de ellos un poco de lado. Cada amanecer, a duras penas, esta cria lograba mamar unas gotitas de leche. Esto sucedía cuando ya sus hermanos estaban saciados y su madre tenía el bolso colgado con las dos patas delanteras fuera del nido a punto de salir. Se sentía el resto del día solo y hambriento. Ella tampoco le daba calor por las noches, ni jugaba con él al atardecer.
Un cuervo psicólogo que volaba por la granja, observó a la familia conejo desde un árbol. Reflexionó sobre las heridas emocionales tempranas y, por pura vocación, se quedó a hacerle un seguimiento al pequeño mamífero. Tomó notas durante varios meses sin intervenir ni una sola vez.
Observó que para no enfrentarse a su dolor, el conejito creció silencioso, distraído, arisco, desapegado, contándose a sí mismo historias de por qué fracasaba en la escuela y en los trabajos, por qué su cuerpo acumulaba grasa y se tensaba y por qué no dormía bien… Incluso llegó a nuevas estrategias para anestesiar el sufrimiento utilizando distintas drogas camufladas en forma de compras compulsivas, azúcar… y psicofármacos también. Parecía entonces más verborreico y animado. “Todo menos mirar su dolor”, rezaba el último apunte del cuervo.
El ave lanzó un sordo graznido, guardó la libreta de notas en su cartera y batió sus alas. Sabía de sobra que no se le puede ayudar a quien no quiere ser ayudado.
III ¿Se puede aprender sin entusiasmo?