EL SIGNIFICADO CASI NUNCA ES EL SIGNIFICADO (AFORTUNADAMENTE)
Y por eso nadie puede gestionar el mundo sin eliminar la libertad (además de que probablemente ni entiende el mundo ni conoce las consecuencias de lo que hace)
“Diccionario, s.: Malévolo artefacto literario para restringir el crecimiento de un idioma volviéndolo envarado e inflexible”.
El diccionario del diablo, de Ambrose Bierce.
La idea de que el lenguaje está empeorando por la desidia o la incultura, así como que debemos evitarlo con la firmeza de los que conocen la senda de lo correcto, recuerda a la necesidad de confiar en planificadores centrales o ingenieros sociales para evitar que igualmente se desordene la economía, la moral o las propias decisiones personales, orientándolas, orwellianamente, hacia el (ejem) bien común.
Sin embargo, es el desorden precisamente del que emerge el orden. Y la imposición de los que creen que hacen lo correcto, en realidad, produce una frustrante uniformidad.
En lo tocante a las lenguas, pues, la obsesión por erradicar el desorden, como en lo tocante a todas las demás esferas de la vida, no es nueva. Por ejemplo, en 1755, en el prefacio del célebre Diccionario de la lengua inglesa, Samuel Johnson advierte: "Las lenguas, como los gobiernos, tienen una tendencia natural a la degeneración". El escritor irlandés del siglo XVII Jonathan Swift lamentó que "nuestro idioma [inglés] es extremadamente imperfecto; que sus mejoras diarias no son en modo alguno proporcionales a sus corrupciones diarias". Y todavía podemos retroceder más en la historia. Desde 1635, la Académie Française también ha luchado denodadamente por mantener la pureza del idioma francés evitando que se introduzcan extranjerismos. Lo mismo ocurre con el Diccionario de la Real Academia Española.
Sin embargo, es el desorden y la diversidad, así como el orden espontáneo que surge de la interacción social, lo que nos permite adaptarnos rápidamente a entornos complejos y cambiantes. Tanto en el ámbito del lenguaje como en todo lo demás. El orden, sobre todo si viene impuesto por un único púlpito, ya sea gubernamental, institucional o ideológico, es una receta segura para la fosilización o el cambio lento, a destiempo. Antaño, nos lo podíamos permitir como especie, porque el mundo, ciertamente, cambiaba a ritmo de sepelio, pero en modo alguno nos lo podemos permitir ahora.
Así como los científicos naturales han quedado fascinados con el surgimiento de la complejidad en los mundos físico, químico y biológico, más recientemente los científicos sociales han descubierto principios similares de orden espontáneo que conducen al surgimiento de reglas, normas, sistemas legales y sociedades enteras. Después de todo, así como nadie diseñó el lenguaje, tampoco ningún planificador central inteligente diseñó la miríada de reglas y estructuras que gobiernan nuestras vidas colectivas.
PODEMOS COMUNICARNOS A PESAR DE LAS REGLAS
"En venta. Zapatos de bebé. Nunca usado." Cuenta la leyenda urbana que esta historia fue escrita por Ernest Hemingway en respuesta a una apuesta sobre si podría idear una historia corta, con un principio, un desarrollo y un final, que constara de solo seis palabras.
Sin embargo, no parece que el autor sea Hemingway, pues un anuncio por palabras muy similar apareció en Spokane Press, en el estado de Washington en 1910, cuando Hemingway tenía sólo diez años: "Se vende ajuar y cama para bebé hechos a mano. Nunca usado." En 1921, apareció una versión de siete palabras en la revista de cómica The Judge: "Se vende cochecito de bebé, nunca usado", pero en este caso la historia tiene un final feliz porque los padres tenían gemelos y necesitaban reemplazar el cochecito individual por otro de dos plazas.
Con independencia de su procedencia (y aquí apostamos de nuevo por la emergencia surgida de la interacción y no por una autoría individual), la prosa concisa de esta triste historia de pocas palabras evoca fuertes emociones en la mayoría de los lectores. Es difícil no fabular con algún tipo de narrativa subyacente. Podríamos imaginar a los padres devastados, después de haber perdido a su bebé, tal vez de resultas a un aborto espontáneo, complicaciones en el parto o muerte súbita en la cuna, vendiendo los zapatos que habían comprado con amor unos meses después de que la madre quedara embarazada. En nuestra mente, podemos ver a los afligidos padres en el cementerio, contemplando con los ojos anegados de lágrimas cómo enterraban el pequeño ataúd de su bebé.
Somos capaces de empatizar con la angustia que podrían sentir esos padres que deben vender los zapatos de su hijo fallecido porque, quizá, son tan humildes que necesitan el dinero. O tal vez se han desembarazado de los zapatos porque les recuerdan que nunca más oirán el alegre repiqueteo de los diminutos pies de su bebé recorriendo el pasillo de su casa. Y podemos imaginar el sentimiento de pérdida y desesperación que los perseguirá durante los años venideros, tal vez incluso rompiendo su matrimonio.
Sin embargo, ninguno de estos detalles narrativos se encuentra en la historia de seis palabras. Todos son detalles que han sido elaborados por nuestra mente, a partir de lo que sabemos sobre los padres, los bebés y el duelo, así como del hecho de que no es habitual que unos padres vendan unos zapatos de bebé nunca usados.
Lo mismo sucede cuando llamo idiota o genio a una persona. No hay forma de saber si estoy insultando o no a dicha persona si no interpreto la intención. Podría llamar genio a un enemigo que ha sido manifiestamente torpe. O idiota, como forma de compadreo, a un amigo de toda la vida. Por eso, fiscalizar palabras no solo es inútil, sino que denota una comprensión superficial de cómo funciona verdaderamente la comunicación humana (y, por extensión, el propio mundo).
Tenemos la ilusión de que el significado de las palabras de forma transparente y unívoca, como si el lenguaje se rigiera por leyes inflexibles. Pero el significado se encuentra en el ojo de quien mira. Nuestros cerebros son tan hábiles en la interpretación rica y flexible de pistas lingüísticas que, a menudo, ignoramos por completo el hecho de que estamos haciendo algún tipo de interpretación.
UN JUEGO DE CHARADAS
Como explican Morten H. Christiansen y Nick Chater en The Language Game, el lenguaje es como un juego de charadas, una colección ilimitada de juegos vagamente conectados, cada uno de ellos moldeado por las exigencias de la situación y la historia compartida de los jugadores.
Al igual que las charadas, el lenguaje se "inventa" continuamente, ad hoc, y se reinventa cada vez que volvemos a jugar. Así pues, en la línea de lo que sostenía Wittgenstein, no tiene sentido preguntarse qué significa la palabra "martillo" independientemente de su uso en un juego comunicativo particular. Porque el significado de una palabra proviene de cómo la usamos en una conversación.
Cuando hablamos entre nosotros, las palabras, frases y oraciones son simplemente la punta del iceberg de la comunicación. El problema es que gran parte del trabajo en las ciencias del lenguaje se ha concentrado en esta parte visible, aunque marginal. Pero para que el lenguaje funcione (para que podamos darle sentido a lo que se dice) también necesitamos la parte oculta y sumergida del iceberg de la comunicación.
Lo que nos permite tejer una narrativa detallada a partir de las seis palabras de la historia de los zapatos de bebé es un conjunto común de normas, costumbres, valores, convenciones y expectativas culturales combinados con una comprensión de reglas, roles y relaciones sociales tácitos, así como de conocimiento factual sobre el mundo y cómo funciona. Necesitamos todo nuestro conocimiento cultural, social y factual, junto con habilidades interpersonales fundamentales, para mantener a flote la punta lingüística del iceberg de la comunicación. Sin él, nuestra capacidad de comunicarnos a través del lenguaje se hundiría en la ambigüedad y la inteligibilidad.
Mutatis mutandis, imponer por decreto que usemos ellos, ellas y elles solo incide en la punta del iceberg, ergo no explica nada, no añade un significado alguno, no es verdadera comunicación. Quien se expresa en tales términos lo hace por motivos insondables, pero que exceden el lenguaje aparente, en el que quizá uno ha desplegado su exhibicionismo moral o requiere demostrar su lealtad al grupo. O tal vez, solo quiere caer bien a los demás, o sinceramente se compadece de algunas personas que han sido objeto de burlas. O, incluso, puede que esté fingiendo todo ese respeto para ocultar su verdadero desagrado. No lo sabremos hasta que descifremos las intenciones, a veces inteligibles, otras, no.
Porque el bricolaje del lenguaje, sus patrones desconcertantemente complejos, interactivos y superpuestos, es un producto de su historia: las innumerables conversaciones que, de manera incremental e inadvertida, han creado los sofisticados sistemas lingüísticos actuales.
Nadie crea el lenguaje de forma centralizada y dirigida, como tampoco nadie puede imponerlo por decreto. Porque el lenguaje dista de funcionar así.
Tampoco es fruto de un diseño individual o de una brillante previsión; es el resultado de una capacidad exclusivamente humana para jugar juegos comunicativos sucesivos. En nuestras interacciones diarias, todo lo que pretendemos hacer es construir una solución al desafío conversacional del momento. Pero, con el tiempo, los sistemas de comunicación comienzan a surgir a través de multitud de encuentros conversacionales. El invento más importante de la humanidad resulta no planeado, un efecto secundario, un accidente colectivo, como el exquisito “diseño” de nuestro ojo.
Por eso, también, la conversación fluida poco tiene que ver con la fluidez del lenguaje, la evitación de anfibologías o el anhelo de ser perpsicuo. La conversación fluida depende de cómo entendemos los pensamientos, ideas, preocupaciones e intenciones de nuestro interlocutor.
El lenguaje es interacción. Como la economía. Como la moral. Como casi todo lo importante, complejo y decisivo para organizarnos en grandes sociedades.
Por esa razón, no esperamos hasta que alguien termine de gesticular para poner en marcha nuestras conjeturas, y estas conjeturas, junto con nuestros sentimientos, sonrisas y otras reacciones, ayudan al jugador a adaptar sus gestos para guiarnos en la dirección “correcta".
No importa que el otro te llame idiota, genio o maricón. Lo que importa es quién es el otro, qué quiere de ti, qué quieres tú de él, y comprobar sobre la marcha dónde os lleva el baile social improvisado.
QUIENES NO QUIEREN QUE BAILEMOS
Como hemos visto, la forma en que los significados de las palabras mutan creativamente está impulsada por los desafíos comunicativos inmediatos de la vida diaria más que por la planificación cuidadosa de un lexicógrafo. Si antes ser un “as” en el deporte estaba definido como un oprobio (“as” procede de asnejón, burro) y ahora, por el contrario, es definido como laudatorio, es fruto de una evolución sin guía. Nadie decide nada. Lo decidimos todos, bailando.
Así, la idea de que las palabras tienen significados esenciales que de alguna manera revelan la verdad sobre cómo vemos el mundo (o cómo deberíamos ver el mundo) es una ilusión. En lugar de encapsular una imagen o modelo único y coherente de la realidad, el lenguaje invoca continuamente una plétora de modelos diferentes y a menudo irreconciliables. Si eliminamos todos los enredos y matorrales del lenguaje en nuestra búsqueda de la esencia de lo que realmente significan las palabras, entonces nos quedaremos sin nada.
Es la ligereza del significado, su cualidad metafórica cambiante, lo que permite que los significados de nuestro acervo existente de palabras se mantenga al día con un mundo en continuo cambio, donde los seres humanos bailan, pero también combaten, se enamoran y compiten. Lo cual demuestra lo vano que resulta someter a decreto cómo hablamos, erigir a un planificador que decida cómo debemos interactuar, pues el planificador no es capaz de tener en su cabeza el mundo, ni el baile, ni las intenciones, ni la cosmovisión de cada uno de nosotros (que incluye y se retroalimenta de contextos socioculturales, hebras de ADN, niveles neuroquímicos y predisposiciones psicológicas).
Suponer lo contrario es suponer que las palabras son fósiles de diccionario que destilan la complejidad del mundo cambiante en un significado literal único, al modo de los planificadores económicos, políticos o hasta ideológicos que se han erigido en diversos regímenes totalitarios.
Así como las aves vuelan en formación sin un planificador, los precios de las cosas son una propiedad emergente de la interacción humana y la escasez de tal cosa. La economía no se desbarata gracias a los planificadores, sino a pesar de ellos. De igual modo, los significados incluso de las palabras más prosaicas se han construido a pesar de quienes quieren secuestrarlas política o moralmente, gracias a la acción continua de generaciones de usuarios del lenguaje: cada uno de nosotros con su propia cosmovisión, su propia moral, su propio proyecto de vida, su propia imaginación, el propio compás que guía su baile
El sueño (o más bien pesadilla) del gran matemático y filósofo alemán del siglo XVII Gottfried Wilhelm von Leibniz era crear la Characteristica Universalis: un sistema universal para expresar pensamientos y evaluar argumentos, con la esperanza de que las diferencias de opinión pudieran resolverse mediante el cálculo, del mismo modo que las diferentes opiniones sobre cómo dividir la cuenta de un restaurante podrían resolverse siguiendo las leyes de la aritmética. Leibniz previó que el conocimiento humano podría descomponerse en ideas simples, cada una con su propio número o símbolo. Propuso que podría ser posible crear una gramática precisa para combinar ideas simples en totalidades complejas y que así nacería un conjunto de reglas matemáticas para un razonamiento sólido.
La ambición de Leibniz para este proyecto era enorme, una ambición propia de revolucionarios de utopías que devienen en distopías. Para Leibniz, el objetivo era resolver definitivamente cualquier argumento. Las disputas científicas, morales, legales y teológicas supuestamente darían paso a un análisis inequívoco una vez traducidas a la Characteristica Universalis. Se aplicarían principios de cálculo acordados (una especie de aritmética del pensamiento) y sólo se obtendría una respuesta única y verdadera.
Por supuesto, no estaba del todo errado. Los lenguajes artificiales, desde la lógica hasta los lenguajes de programación, son innovaciones enormemente fructíferas. De hecho, han sido fundamentales para la informática y para las revoluciones económicas y sociales que las computadoras ayudaron a crear. Pero equiparar estos "lenguajes" con los lenguajes humanos es dejarse engañar por el poder de nuestras propias metáforas. Imaginar que el significado de las charadas lingüísticas humanas puede traducirse a un sistema matemático preciso es un error. La flexibilidad, la alegría y el capricho del lenguaje no son debilidades que deban solucionarse aplicando las austeras herramientas de la lógica formal. Tampoco lo que nos hace felices, lo que significa una vida con propósito, o nuestro amor por la libertad por encima de la prosperidad, o viceversa.
Estas tensiones irresolubles son la esencia misma de cómo funciona el lenguaje y cualquier otro sistema complejo. Es la misma ligereza del significado lo que nos permite manejar el lenguaje con tanta destreza. Porque el lenguaje humano es, ante todo, poesía, música y baile. Como todo lo verdaderamente importante.
Muy buenas reflexiones Sergio, que importante es el lenguaje en cada ámbito de la vida y que poca importancia le damos a veces